OPINIONES CRÍTICAS. JUAN JOSÉ
SAER. POSMODERNOS Y AFINES.
BABELIA (EL PAÍS) 16 FEBRERO
2002.
El posmodernismo considera las
vanguardias como un movimiento dogmático. Pero la supuesta recuperación de la
libertad tras esa tiranía no es más que la libertad de comercio ultraliberal
que quiere eliminar todas las barreras que podrían obstaculizar la más salvaje
competencia. En ese panorama, una obra de arte que vende y es aceptada por el
público es superior a otra forma considerada elitista.
Algo es seguro: cuando se trata
de definir la posmodernidad, los conceptos rigurosamente estéticos no abundan
entre sus defensores. En cambio, las consideraciones históricas, sociológicas,
políticas, periodísticas, culturales, pululan, y el justificativo principal de
la actitud posmoderna vendría de un diagnóstico inapelable: la muerte de las
vanguardias. Otros planteamientos que caracterizan al posmodernismo son el
argumento cuantitativo aplicado a la difusión y a la recepción de una obra
artística, y la reivindicación, como antítesis de las vanguardias, de una
supuesta diversidad cultural, representativa del auténtico gusto de las masas
en oposición al elitismo vanguardista. Hace poco, un ataque contra Pierre
Boulez y la música contemporánea, se basaba en el argumento de que la
producción de esa música era escasa y dirigida a un pequeño grupo de fanáticos,
y que en cambio, la verdadera contemporaneidad incluía todo lo demás, en una
lista heteróclita donde figuraban Ravel y la salsa, Francis Poulenc y la
canción popular francesa, Richard Strauss y John Coltrane, etcétera. Ese
argumento contra la vanguardia musical podía reducirse a un sofisma
economicista: teniendo en cuenta el costo que suponía la experimentación
musical, en instalaciones sonoras, computadoras, personal, etcétera, las
escasas horas de creación anuales, y el poco público elitista interesado en
ellas, esa música no era competitiva y resultaba por tanto antieconómica.
El posmodernismo considera las
vanguardias como un movimiento dogmático, y con la restauración de cierto
conformismo estético parece significar más o menos lo siguiente: puesto que las
obligaciones que nos imponían las vanguardias ya no tienen vigencia, hemos
decidido recuperar nuestra libertad. El posmodernismo es como un señor
divorciado que, por no sentirse ya obligado a serle fiel a una esposa exigente,
se lanza sin escrúpulos a frecuentar cabareteras. Semejante al agujero negro de
los astrofísicos, su vacío teórico absorbió vertiginosamente los academismos y
los resentimientos que habían sido relegados por el desenvolvimiento de las
vanguardias a lo largo del siglo XX. Y si estamos obligados a referirnos al
posmodernismo por medio de metáforas y de comparaciones, es justamente porque
se trata de un fenómeno inasible desde el punto de vista conceptual. Su esencia
misteriosa sólo es reconocible a través de sus rechazos y de sus efectos.
Su oposición a las vanguardias no
es artística, sino supuestamente ética, política, cultural: a la tiranía
irrazonable de las vanguardias, opone el democratismo posmoderno. En su chirle
relativismo, los contrarios, si no siempre se reconcilian, existen en un plano
de igualdad, de tal manera que, en su opinión, Isabel Allende y Juan Carlos
Onetti, por ejemplo, son igualmente novelistas, y dentro de la lógica
democratista que hace del público la instancia decisiva del proceso creador, la
supremacía le corresponde al más votado, o sea, en el crudo lenguaje
economicista que prevalece hoy día, al más vendido. La prioridad en arte del
valor de cambio sobre el valor de uso define bastante claramente la concepción
posmoderna.
Hacia 1840, Charles Fourier
afirmaba ya que la civilización, etapa a la que ha llegado la sociedad moderna,
no es más que la última forma, insidiosa y omnipresente, que asume la barbarie.
Inversamente, el democratismo pretende hoy día que nuestra sociedad encarna el
mejor de los mundos posibles. La tendencia posmoderna es un epifenómeno de la
ideología ultraliberal, que a mediados de los años setenta subvencionó a
ciertos historiadores para incitarlos a denigrar la Revolución Francesa o los
movimientos tercermundistas, que no por haberse extraviado en estrategias
equivocadas dejan de tener razón, como está poniéndolo otra vez en evidencia la
así llamada mundialización, de la que Argentina podría ser uno de los más
tristes ejemplos. Los ideólogos del ultraliberalismo pretendieron durante
algunos años que habíamos llegado al fin de la historia. El democratismo
posmoderno es la expresión de esa ideología trasladada a la cultura.
A pesar de su reivindicación de
la libertad en arte, el posmodernismo está estrechamente ligado a la ideología
oficial de los ultraliberales. Su democratismo -que no tiene nada que ver con
la verdadera democracia, cuyas exigencias y responsabilidades éticas y sociales
son irreconciliables con el liberalismo salvaje- se contenta con reivindicar
las más blandas y vagas categorías del consenso, para el cual toda tentación de
ruptura es inmediatamente excluida del debate. Así, por ejemplo, del mismo modo
que el público -léase el cliente- es el juez supremo de la pertinencia
artística, el academicismo se presenta como un nuevo clasicismo, y el discurso
artístico se confunde con los valores de la opinión, de modo que, si tomamos
como ejemplo a la literatura, los novelistas ya no necesitan buscar nuevos
caminos formales o una visión inédita del mundo para ejercer su arte, sino que
les basta con limitarse a reproducir la ideología, los valores y la situación
social, étnica o cultural de su público. Los géneros cumplen en ese sentido el
mismo papel que el envoltorio invariable de una marca de café: su finalidad es
permitirle al cliente identificar claramente el producto que está buscando. La
famosa emancipación posmoderna de la tiranía de las vanguardias no es más que
la libertad de comercio ultraliberal que quiere eliminar todas las barreras que
podrían obstaculizar la más salvaje competencia. Esa competencia, por otra
parte, no se atiene a ningún código; las reglas mundiales del comercio sólo
benefician a los que ya gozan en el mercado de una posición de privilegio.
En el posmodernismo, el artista
deja de ser el artesano en que lo había transformado la era industrial para
volverse una especie de pequeño empresario. Ya no hay movimientos literarios
reunidos en torno a una filosofía o a una estética, como el romanticismo, el
expresionismo, el surrealismo, etcétera, sino sólo cuentapropistas aislados que
suministran su mercancía de acuerdo con las demandas del mercado -lo que se
vende en el momento o lo que perpetúa la imagen de marca de tal o cual autor- y
que producen varias mercancías diferentes, según los destinatarios, como por
ejemplo los diarios o las colecciones especializadas en distintos géneros
(histórico, policial, erótico, etcétera), e incluso hasta trabajan sin firmar,
como guionistas, adaptadores o escritores fantasmas que les venden materia
prima literaria a todos aquellos que, sin saber escribir, quieren también
producir literatura. Lo que no les impide, si el trabajo por encargo se vuelve
superior a su capacidad de producción, contratar a su vez personal
suplementario para que lo realice en su lugar.
Es obvio que este estado de
cosas, propio de la sociedad mercantil, es anterior a la ola posmoderna: lo que
ocurre simplemente es que, lo que antes era considerado como envilecedor para
la actividad literaria, con su religión del público, su rechazo de la oscuridad
y de la complejidad formal, el posmodernismo de hecho lo legitima. En realidad,
cada vez que una supuesta teoría exalta al público y exige su respeto por parte
del artista, lo más probable es que sólo se trate no de un alegato estético,
sino de una actitud demagógica tendente a justificar alguna inconfesable
tergiversación. Porque en definitiva, aunque simule liberar al público de la
tiranía de las vanguardias instaurando una libertad estética que decrete
abolida de una vez por todas, en la glaciación final de la historia, la
querella de los clásicos y los modernos, la propaganda posmoderna no es más que
una tentativa de normalización.
NO FUE NI LA PRIMERA NI LA ÚNICA
Durante el siglo XX: el
estalinismo, el capitalismo y el nazismo aportaron en su momento su
colaboración a la condena de las vanguardias. En los años que precedieron a la
Segunda Guerra Mundial, el proceso de normalización es evidente. Después de la
brillante eclosión vanguardista durante la Revolución rusa de 1917, la grotesca
planificación seudo artística del realismo socialista llegó para acabar con
toda tentativa de diversidad filosófica y estética; con su innoble elucubración
sobre el arte degenerado, los nazis pretendieron condenar las más importantes
creaciones artísticas, científicas y filosóficas del primer tercio de siglo, y,
por los mismos años de la década de los treinta, un complicado y férreo sistema
de censura transformó al cine norteamericano en un dócil instrumento de
propaganda haciéndole adquirir hábitos que ni siquiera hoy, treinta años
después de haberse liberado de esos códigos, la industria de Hollywood, a pesar
de su presunto desparpajo político, moral y sexual, ha sido capaz de superar.
Esos actos terroristas
disfrazados de teorías estéticas también eran posmodernos: llegaban para
combatir todo lo nuevo en el arte y en el pensamiento invocando una supuesta
orientación que la mayoría reclamaba, y para restaurar valores pretendidamente
populares, basados en la tradición, en la claridad, en el mensaje positivo, en
el folclore.
En el democratismo no se prohíbe
nada o casi nada: se aplasta toda tentativa de independencia a partir de una
posición de predominio económico, informativo, institucional. El arte es
marginalizado, y para los productos industriales, la publicidad masiva y
omnipresente y la comunicación empresarial dirigida a los medios, donde ya está
sugerido de antemano lo que hay que decir del producto, vuelven superflua a la
crítica.
La inutilidad de establecer las
distinciones apropiadas, los posmodernos quieren trasladarla al plano artístico
propiamente dicho. Implícitamente, para ellos, para volver al ejemplo utilizado
más arriba, Isabel Allende y Juan Carlos Onetti son igualmente novelistas. Esa
identificación notoriamente inadecuada quizá no sea una grosera tentativa de
nivelación, sino apenas un síntoma de impotencia: el sumario alegato que
contiene en favor de una mayoría fantasmal llamada público revelaría en ellos
la ausencia de los conceptos necesarios para permitirles aprehender las
evidentes diferencias.
* Este artículo apareció en la
edición impresa del Sábado, 16 de febrero de 2002.