LECTURAS RECOMENDADAS “LA LEY
DEL MENOR”. IAN MCEWAN
EDITORIAL: ANAGRAMA
AUTOR: IAN MCEWAN.
TRADUCCIÓN: JAIME ZULAIKA.
BARCELONA.2015
Fiona Maye, jueza de un Tribunal
de Familia, justo cuando está redactando el borrador de una sentencia en la que
debe decidir sobre la solución más justa para las hijas de un matrimonio de
religión judía cuyas desavenencias sobre cómo educar a las niñas los lleva a la
ruptura, se ve súbitamente enfrentada a otra decisión: la solicitud de su
marido, a punto de cumplir los 60 años, de que le permita mantener relaciones
con otra mujer.
Y después, no mucho después del exabrupto, jadeante de indignación,
había dicho en voz alta, por lo menos dos veces:
— ¿Cómo te atreves?
Apenas era una pregunta, pero él contestó con calma.
—Lo necesito. Tengo cincuenta y nueve años. Es mi último cartucho.
Todavía no he visto pruebas de que exista otra vida después de ésta.
Era una observación pretenciosa y ella no había encontrado una réplica.
Se limitó a mirarle fijamente y quizá boquiabierta. Entonces no había sabido
qué decir y ahora, en el diván, se le ocurrió una respuesta: « ¿Cincuenta y
nueve? ¡Jack, tienes sesenta! Es lastimoso, es banal».
Este es el marco en que el autor,
una de cuyas características más notables es la de poner a los personajes de su
novelas en situaciones límite, inicia el desarrollo de la trama.
¿Cómo reaccionamos cuando
nuestros principios, convicciones morales e ideológicas, entran en crisis
porque hay algo que emocionalmente no podemos aceptar? ¿Cómo hacer compatible
nuestra coherencia con el sentimiento de abandono, humillación o desprecio
cuando alguien nos pone a prueba lanzándonos un reto imposible de conciliar?
Mientras discute con Jack, su
marido, Fiona no tiene otro argumento que la impotencia, la sensación de que va
a quedarse sola y su propia autoestima dañada, para oponerse a la pretensión de
su marido. En paralelo, va repasando mentalmente algunos casos que ha tenido
que resolver en su calidad de jueza. Por ejemplo, el de permitir que uno de dos
mellizos muriera como única solución médica para que el otro pudiera salvarse.
Citando al juez Ward, Fiona recordaba a todas las facciones en las
primeras líneas de su sentencia: «Este tribunal es un tribunal de Derecho, no
de moralidad, y nuestra tarea ha consistido en buscar, y nuestro deber es
aplicar después, los principios pertinentes de la ley a la situación que
analizamos y que es única».
Los prejuicios, en la mayoría los
casos religiosos, pesando como losas en las decisiones judiciales, oponiendo la
razón divina a la lógica de una sociedad laica, generando todo tipo de
problemas morales en el intento de hacer valer la ley de la teología sobre el
derecho civil.
Estas semanas intensas le dejaron marca, y apenas se había borrado.
¿Qué le había preocupado exactamente? La pregunta de su marido se la hacía ella
misma, y ahora él esperaba una respuesta.
Antes del juicio había recibido un alegato del arzobispo de
Westminster, católico romano. Fiona dedicó un párrafo respetuoso de la
sentencia a consignar que el arzobispo prefería que Mark muriera junto con
Matthew a fin de no interferir en los designios de Dios. No la había
sorprendido ni inquietado que los clérigos quisieran eliminar la posibilidad de
una vida significativa para sostener un postulado teológico
¿Y no también nuestros prejuicios
los que nos llevan a oponernos a la lógica cuando algo muy personal nos afecta?
¿No se resquebraja todo el armazón intelectual sólidamente construido cuando
alguien nos plantea algo que pone en peligro nuestra aparente seguridad?
El clic del vaso de Jack contra la mesa de cristal le devolvió a la
habitación y a su pregunta. Él la miraba fijamente. Aunque ella hubiera sabido
formular una confesión, no se sentía con ánimos para hacerla. Ni para mostrar
debilidad. Tenía trabajo que hacer, terminar la última parte de la sentencia, y
le esperaban los ángeles. La cuestión no era su estado de ánimo. El problema
era la elección que estaba haciendo su marido, la presión que estaba
ejerciendo. De pronto volvió a enfurecerse.
En medio de esas turbulencias,
Fiona es requerida para tomar una decisión de urgente sobre un chico de 17
años, aún menor de edad, que sufre de un cáncer y necesita ser operado sin
dilación. Sus padres, testigos de Jehová, y el propio muchacho, se oponen a una
imprescindible transfusión de sangre que los médicos necesitan hacerle.
Se abre aquí la parte más
dramática de la trama. En el proceso de toma de decisiones, Fiona tendrá que
hacer frente a situaciones inesperadas y su relación con el muchacho la llevará
a vivir una situación límite y a descubrir aspectos de su personalidad que
permanecían completamente ocultos.
La prosa incisiva del autor casi
nos obliga a tomar partido, a interrogarnos a nosotros mismos sobre nuestras
seguridades y la fortaleza relativa de los pilares sobre los que sustentamos
nuestras convicciones y el acontecer de nuestras propias vidas.
—Era el muchacho más dulce del mundo —susurró—. Quería venir a vivir
con nosotros.
— ¿Nosotros?
Jack Maye había llegado a la mayoría de edad en los años setenta, en
medio de todas las corrientes intelectuales de la época. Había enseñado en una
universidad durante toda su vida adulta. Lo sabía todo sobre lo ilógico del
doble rasero, pero el conocimiento no le protegió. Fiona vio en su cara la ira
que le tensaba los músculos de la mandíbula, le endurecía los ojos…
—Pensaba que yo podía cambiarle la vida. Supongo que quería convertirme
en una especie de gurú. Pensaba que yo podía… Era tan serio, estaba tan
hambriento de vida, de todo. Y yo no…
—O sea que le besaste y quería vivir contigo. ¿Qué intentas decirme?
—Le rechacé. —Movió la cabeza y por un momento no pudo hablar.
Algo ha invertido el orden de los
factores. Ya ninguno de los dos será el mismo.
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